martes, 23 de marzo de 2010

Velero de la luciérnaga

Apenas la oí. Fue como un gozne
de lo oscuro plegándose dócil.
Entreviendo olas de susurros,
adivinando su pisada temerosa
en la íntima noche descalza,
me vi acunando allí su leve luz
como a una luciérnaga herida
rezagada entre mis manos.

Nada pregunté, nada me dijo.
La vi crecer en la brisa dormida de mi aliento,
maltrecha como estaba, vi de nuevo la pujanza
de un velero animado por el blanco
resurgir de la vida en las gaviotas.

Confortados colibríes de canela,
tristezas de fado emigrando de la estancia.
Escenario de albatros,
arenas y rompientes
fueron allí mis propias manos.
Abrazado como estaba a mi desdicha,
conmovido sin saber como ayudarla,
estalló la habitación en barcos,
desmedidas extensiones
se llevaban la desgracia.
Y allí vi, florecer entre la luz,
la sonrisa con que siempre me alegraba.

martes, 16 de marzo de 2010

Velero del musgo y la piedra


Como si no te hicieras azul
en la leve letanía del frío.
Apenas duermo, como una sombra
de voz en el susurro
me nace el musgo en esta ruina.

He cogido a la intemperie
el mismo apego que a las piedras.
Noto las raíces, vivo sin techo,
la lluvia ha estado aquí
y han menguado las escarchas.

No es un homenaje, es solo estiércol,
hojas descompuestas en la niebla
y vivencias de humus residente,
guarida noble de estas venas
que hunden su sangre doblegada
esperando los favores de la tierra.

sábado, 13 de marzo de 2010

Homenaje a Delibes

Si las palabras permanecen,
si el ejercicio de su cadencia
sigue aligerando el peso
de la estridencia del mundo.

Si los destellos en lo oscuro
de un faro leal a su bujía
permanecen nobles y fieles
al auxilio en la tormenta.

Qué ha muerto pues,
sino la certeza de la muerte,
cuando el futuro sigue
con su acento y con su voz.

lunes, 8 de marzo de 2010

Velero del reproche infame.

Ella no debió salir sola.

No debió confiar en la fuerza
de su derecho a andar sin miedo.

No debió creer en las palabras
lejos del acento de su casa.

Ella no debió sonreír en la noche.
Mucho menos, libre ni dichosa.

No debieron sus pies
invocar el ángel de la cadencia,
ni alimentar los vencejos de la danza.

Ella no debió provocar colibríes ni mirlos,
levantar a su paso bandadas de aroma
o dar a sus manos trabajos de mariposa.

Ella no debió dilatar la pupila del asedio
ni exponer su ruiseñor a la emboscada.

Ella no debió confiar en hombre alguno.

Ella no debió morir por eso.

En recuerdo de Ana Lirola.
En homenaje a todas las mujeres del mundo.
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